martes, 18 de junio de 2013

El coste de la alegría

Cuando es preciso el dolor
y solo así uno es alegre
que debe sentir que pierde
para encontrar lo mejor

Gana poco cuando vuelve
el desdichado al camino
pues amarga hasta el buen vino
y hasta el sol solo es luz tenue

Que el rencor que le revuelve
el alma al mas desgraciado
convierte en peor lo malo
y estropea su razón



Sonrió ante la sonrisa del niño. Sabía que, a diferencia de los adultos, los niños siempre ríen con sinceridad; no necesitan rendir pleitesía ante nadie. Una señora mayor acababa de subir al autobús.

-Muchas gracias –le dijo al cederle su asiento.

Un leve gesto de asentimiento sirvió de respuesta. Su madre le había dicho hace años  (cuando su sonrisa era como la del chiquillo del carro), que la amabilidad hacía feliz a uno mismo, a la par que alegraba a los demás. Pero ahí estaba él, la excepción que confirma la regla. Amable e infeliz como siempre.
Pero no lo achacaba a los demás, a nadie culpaba de no ser feliz, y nada le faltaba para poder serlo. En su opinión, algunas personas tienen facilidad para hacer felices a otras, aunque por dentro arda Troya. Personas en las que la melancolía se aferra a su pecho como flemas en un enfermo de bronquitis crónica.

-Espere, que ya cojo yo de aquí –dijo a la chica que bajaba el carrito con el niño.

-Muchas gracias –contestó ella antes de echar a andar.
El pequeño miró hacia atrás, sonriente todavía, pero él ya andaba en dirección opuesta.

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